EL DESIERTO

“Una voz grita en el desierto: allanen los caminos del Señor, preparen sus senderos” (Mt 3). Esta voz se escucha en el desierto pues, en la Biblia, el desierto aparece como ese lugar adonde Dios nos lleva para preparar algo grande y hermoso. Así lo hizo con Moisés, con los profetas, con Juan el Bautista y con el mismo Jesús. En quien hace los Ejercicios Ignacianos también existe un desierto como lugar de encuentro con Dios, y lo tenemos en las anotaciones.
El desierto es fascinante y temeroso a la vez, nos atrae su belleza y nos asusta lo desconocido, por eso hay que entrar “con grande ánimo y liberalidad” (EE 5). También sabemos que no podemos llevar mucha carga, vamos “ligeros de equipaje”, dejando afecciones desordenadas (EE 1 y 16). Esta aventura por territorios desconocidos moviliza toda la interioridad, vamos “agitados por varios espíritus” (EE 6) que necesitamos aprender a discernir (EE 8-10) con la ayuda “blanda y suave” del baqueano acompañante (EE 7) a quien le confiamos fielmente “las varias agitaciones y pensamientos que los espíritus le traen” (EE 17). Una vez adentrados en el desierto, dejamos el mucho saber y empezamos a “sentir y gustar” (EE 2) la acción del Creador abrazándonos “en su amor y alabanza” (EE 15), requiriendo de nosotros “mayor reverencia” (EE 3).
Ignacio no utilizó esta imagen bíblica del “desierto”, pero siempre ha dado mucho valor a quien “más se apartare de todos amigos y conocidos… y tomando otra casa o cámara para habitar en ella cuanto más secretamente pudiere” (EE 20).
Agustín Rivarola, SJ


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