En la primera instrucción se ha demostrado de una manera incontestable que la Santa Misa es de grandísima utilidad para toda clase de personas. Sin embargo, no es oportuno que mujeres de cierta condición, y a causa de los deberes que tienen que cumplir, asistan a ella todos los días de la semana. Si criáis niños, o si por un motivo de caridad o de justicia cuidáis enfermos; en fin, si un marido díscolo os prohíbe salir, no tenéis motivo para inquietaron y mucho menos para desobedecer; porque, aun cuando la asistencia a la Misa sea la cosa más santa y provechosa, sin embargo la obediencia y la mortificación de la propia voluntad siempre son preferibles.
Para vuestro consuelo añadiré que obedeciendo dobláis vuestros méritos, en atención a que Dios, en este caso, no sólo recompensará vuestra obediencia, sino que además tomará en cuenta la buena voluntad que tenéis de asistir a la Misa, como si en realidad la hubieseis oído. Por el contrario, desobedeciendo, perderíais uno y otro mérito, demostrando con vuestra conducta que preferís satisfacer los deseos de vuestra propia voluntad a cumplir con la de Dios, de la cual se nos dice expresamente en las Santas Escrituras que "la obediencia es mejor que los sacrificios", es decir, que prefiere una su-misión humilde a todas las Misas que no sean de precepto.
¿Y qué sería si, después de ir a la Santa Misa, volvieseis con las manos vacías, efecto de vuestra charlatanería, de vuestra curiosidad y distracciones voluntarias? Escuchad el caso que voy a referir. Una buena mujer que habitaba en un pueblito a cierta distancia de la iglesia, resolvió y prometió a Dios oír un gran número de Misas durante un año, a fin de alcanzar una gracia que deseaba vivamente. Por esta razón, en el momento en que sonaba la campana de una ermita, interrumpía de repente sus ocupaciones, y se dirigía con prontitud a la iglesia a pesar de la lluvia, de la nieve y de todas las intemperies de la estación.
Cuando volvía a su casa procuraba apuntar las Misas
oídas, con el fin de tener la seguridad de que era puntual en el cumplimiento de su promesa, a cuyo efecto colocaba por cada Misa un haba en una cajita que cerraba con todo cuidado. Pasado el año, y no abrigando la menor duda de haber satisfecho con exceso lo que había prometido, alcanzado muchos méritos y proporcionado mucha gloria a Dios Nuestro Señor, abrió su caja: pero ¡cuál sería su sorpresa al encontrar una sola haba, de tantas como había depositado! En vista de tan esperado suceso, entregóse a una profunda pena, y vertiendo lágrimas, fue a quejarse a Dios con las siguientes palabras: ¡Oh Señor! ¿Cómo es posible que de tantas Misas como he oído sólo encuentre la señal de una? Yo jamás he faltado a ella, a pesar de los obstáculos de toda clase, a pesar de la lluvia, del hielo y del calor. . . ¿Cómo, pues, ¡Dios mío! me explico este suceso?
Entonces el Señor le inspiró el pensamiento de que fuese a consultar a un sabio y virtuoso sacerdote. Preguntóle éste por las disposiciones con que acostumbraba dirigirse a la iglesia y por la devoción con que asistía al Santo Sacrificio.
A esta pregunta contestó la pobre mujer, diciendo con toda verdad, que durante el tiempo que empleaba en ir de casa a la iglesia, no se ocupaba más que en negocios y baga-telas; y que mientras se celebraba la Santa Misa, estaba constantemente preocupada con los cuidados de la casa, o con los trabajos del campo y aún charlando con otras. He aquí, le dijo el sacerdote, la causa de que se hayan perdido todas estas Misas: los discursos inútiles e impertinentes, la disipación y las distracciones voluntarias os quitaron todo el mérito. El demonio se aprovechó de esto, y vuestro Ángel bueno llevó todas las habas que servían de señales, para daros a entender que el fruto de las buenas obras se pierde cuando no se practican bien. Por consiguiente, dad gracias a Dios porque a lo menos hay una que fue oída con gran provecho vuestro.
Ahora entra dentro de ti mismo y di: De tantas Misas como he oído en el curso de mi vida, ¿cuántas habrá que Dios haya tomado en cuenta? ¿Qué te dice la conciencia? Si te parece que serán pocas las que hayan sido favorablemente recibidas del Señor, observa otro método en lo sucesivo. Y a fin de que jamás seas del número de aquellas desgraciadas que sirven de ministros al demonio, aun en las iglesias, para arrastrar almas al infierno, escucha el ejemplo siguiente, muy a propósito para hacerte temblar.
Se lee, en el Sermonario llamado Dormisicuro, que una mujer reducida a extrema necesidad andaba errante cierto día por lugares solitarios, y tentada de la desesperación, cuando de repente se le apareció el demonio y le ofreció cuantiosas riquezas, con tal que ella quisiera ocuparse en distraer a los fieles durante la Misa, entreteniéndolos con discursos inútiles. La infeliz aceptó esta proposición, según ella dijo; y habiendo comenzado a ejercer su oficio diabólico, lo desempeñó tan maravillosamente, que a cualquiera persona que estuviese cerca de ella le era imposible prestar atención a los Oficios divinos, ni oír devotamente la Santa Misa. Pero no pasó mucho tiempo sin que aquella mujer desgraciada se viese herida por la mano de Dios. En una mañana de violenta tempestad un rayo cayó sobre ella sola y la redujo a cenizas. Aprende por cuenta ajena y evita en todo lugar, y especialmente en la iglesia, el estar al lado de aquéllos que con sus chanzas, con sus conversaciones impertinentes y con sus irreverencias de toda clase, se convierten en instrumentos del demonio: de otra manera te expondrías a incurrir como ellos en el desagrado de Dios.
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